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Mascarillas: la hora del sentido común
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Ángel Pizarro

A través de mi dermatoscopio

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Mascarillas: la hora del sentido común

Hay un cierto clamor popular para que se relaje el uso de la mascarilla. En los espacios abiertos, guardando la distancia social, su uso obligatorio es ineficaz y absurdo

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En el transcurso de la actual pandemia del covid-19 hemos tenido que tomar decisiones colectivas y personales sumidos en muchas incertidumbres y asentados en pocas evidencias científicas. Era lo esperable ante un problema nuevo. Es muy bonito hablar de la 'medicina basada en la evidencia', pero cuando simplemente aún no hay evidencias de calidad, debemos al menos esforzarnos en que nuestras decisiones se basen en el sentido común. E ir modificando nuestras decisiones en consonancia con las evidencias disponibles.

El virus SARS-CoV-2: cómo se transmite y cómo evitarlo

Una de las incertidumbres iniciales acerca del virus SARS-CoV-2 era la forma preferente de su transmisión. El virus SARS-CoV-2 es un virus de transmisión esencialmente respiratoria. Se hizo mucho énfasis al principio de la pandemia en su transmisión a partir de gotículas procedentes de nuestras vías respiratorias, expulsadas por la boca y la nariz, que tendrían un tamaño suficientemente grande como para que no se dispersaran mucho más allá de 1 a 2 metros de nosotros, pudiendo alcanzar solo a las personas en proximidad o depositarse rápidamente en el suelo o en los objetos a nuestro alrededor por efecto de la gravedad. Tocando esos objetos y tocándonos luego las mucosas (boca, nariz, ojos), podríamos contagiarnos. De ahí el énfasis inicial en las medidas preventivas orientadas a la población general basadas en la limpieza frecuente de manos y la distancia social. ¿Y las mascarillas?

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Al principio de la pandemia se dudó (e incluso se negó, en un error ahora obvio) sobre el papel en la transmisión del virus de los aerosoles emitidos al respirar, hablar, toser, estornudar, gritar o cantar. Los aerosoles se forman por microgotas de saliva o secreciones respiratorias de mucho menor tamaño que sí pueden permanecer en el aire por un tiempo prolongado y pueden por ello extenderse más allá de los dos metros de distancia de quien los emite. En un ambiente abierto o muy bien ventilado se diluirían rápidamente haciendo muy improbable el contagio.

Pero en un ambiente cerrado y no bien ventilado convertirían al aire respirable en la principal fuente de contagio, especialmente si el portador del virus que emite los aerosoles se encuentra en una fase de alta carga viral (fase que parece que dura muy pocos días, afortunadamente). Y eso ocurriría con independencia de la distancia física entre las personas o de mantener una buena higiene de manos. La única manera de frenar esos contagios era, es y será el uso adecuado de las mascarillas. Y no tanto protegiendo al que la lleva (salvo en el ámbito sanitario o en contacto directo con enfermos conocidos), sino protegiendo a quienes rodean al que la lleva (que tú lleves mascarilla me protege a mí y que yo la lleve te protege a ti).

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Foto: EFE.

Cuando yo escribí, ya a finales de abril y principios de mayo de 2020 a favor de un uso extendido y obligatorio de las mascarillas lo hacía basándome sobre todo en el sentido común. Pronto se acumularon las evidencias sobre el papel de los aerosoles en la transmisión del virus SARS-CoV-2 y el resto de la historia ya la conocen y lo sufren todos ustedes, porque las mascarillas no son particularmente cómodas, en especial cuando las circunstancias nos aconsejan o nos obligan a utilizar una mascarilla FFP2 de forma prolongada.

El papel de las mascarilla: ¿realidad o fantasía?

¿Hay evidencias del papel protector de las mascarillas? Yo diría que menos de las que nos gustarían. Pero la razón de ello tiene en gran parte que ver con la variabilidad del uso que hacemos de ellas en diferentes circunstancias, a menudo sin relación con el propio nivel de riesgo de cada circunstancia concreta, lo que introduce muchos sesgos y fuentes de error en los estudios epidemiológicos al respecto. Analicemos algunas situaciones prácticas que a buen seguro todos hemos vivido reiteradamente a lo largo del último año. Cualquier ciudad española: es obligatorio llevar mascarilla por la calle, donde el riesgo de contagiar o contagiarse en ausencia de aglomeraciones es extremadamente bajo (incluso nulo) al ser un espacio abierto, y usted, aunque camina solo, la lleva puesta. Si a usted en una encuesta epidemiológica le preguntaran si usa mascarilla, respondería que sí. Pero ha quedado con unos amigos en una terraza, incluso en el interior de un restaurante (donde el riesgo de contagio ya no es tan bajo) y se la quita nada más llegar (y no se la pondrá hasta levantarse de la mesa e irse). Las normas dicen que mientras no se coma o se beba se debe permanecer con la mascarilla, pero ¿cuántos cumplen estrictamente esta norma? Es decir, cumplimos con la norma cuando no hay apenas riesgos y a menudo la incumplimos cuando sí los hay... y de vez en cuando nos contagiamos (aunque muchos asintomáticos no se enteran, pero contribuyen eficazmente a la cadena de contagios, de la que de vez en cuando cuelgan algunos casos graves y algunos muertos). Perfecto.

Volviendo a nuestro personaje (en realidad, usted o yo mismo), cuando llegue a su casa se quitará la mascarilla nada más entrar. No hay obligación de tenerla puesta al relacionarse con los convivientes (y veo lógico que así sea), pero ¿eso implica que los convivientes están protegidos por un halo virtual y misterioso que evitará los contagios? Al revés, los domicilios han sido siempre una importantísima fuente de contagio intrafamiliar, entre convivientes, y por supuesto entre no convivientes cuando han acudido a otros domicilios sin respetar las debidas medidas de seguridad.

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Foto: EFE.

Nuestras Navidades y nuestra tercera ola son el mejor ejemplo de lo que digo. Las consecuencias de este hecho, ligado a nuestros hábitos sociales y al 'incumplimiento' de la obligación de usar mascarillas en determinados momentos y ámbitos de riesgo, han sido y son empleadas como argumento por los antimascarillas, señalando que un país como España con obligación amplísima y generalizada (pero no siempre cumplida) de emplear mascarillas fuera del propio domicilio se había visto azotado por algunas olas en igual medida, si no más, que otros donde su uso era mucho más laxo (aunque a lo mejor con unos hábitos sociales muy distintos a los nuestros y de menor riesgo).

En mi opinión, este argumento antimascarilla es erróneo pero el resultado final observado es cierto. Usar la mascarilla de forma masiva (y obligada) por parte de la población en situaciones de bajo o nulo riesgo de contagio, fundamentalmente en espacios abiertos sin aglomeraciones y donde se pueda mantener la distancia social, puede tranquilizar la 'conciencia preventiva' de quienes elaboran las normas, pero responde a una concepción del problema absurda y obsoleta a la luz de las evidencias actualmente disponibles y no contribuye para nada al control de la pandemia. En mi opinión, y en esas circunstancias, la mascarilla debe dejar de ser obligatoria desde ya mismo. Ni la evidencia disponible ni el sentido común sustentan la posición contraria.

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Como es obvio, el argumento del incremento del porcentaje de personas vacunadas o inmunizadas por haber pasado ya la infección juega también a favor de suprimir la obligación de llevar mascarilla en espacios abiertos sin aglomeraciones, pero en realidad es un argumento innecesario. Andar o permanecer solo o a distancia prudencial de otras personas en un espacio abierto (la calle, un parque, la playa, la montaña, etc) es una situación de riesgo prácticamente nulo de contagio con independencia de la situación virológica o inmunológica de los afectados. Ver a una persona andando sola por la playa (o cualquier otro entorno abierto) con mascarilla, mientras en una terraza próxima a lo mejor se juntan decenas de personas sin ella es, desde un punto de vista preventivo, simplemente surrealista (y no quiero decir con ello que se la deban poner todos los de la terraza, dependerá de las circunstancias, pero el que desde luego es absurdo que la lleve puesta es el de la playa).

Una situación radicalmente distinta es la que se produce en los transportes públicos o en cualquier local cerrado y de uso público de cualquier naturaleza, en los centros de trabajo cerrados o en los locales cerrados privados donde se junten no convivientes, especialmente si entre ellos hay personas no vacunadas. Además, nuestros hábitos sociales nos llevan de forma habitual a descuidar las medidas de protección con familiares y amigos, tanto en espacios abiertos como cerrados, y eso justifica en gran medida lo observado durante nuestra segunda ola y especialmente durante la tercera. Y mientras tengamos una incidencia acumulada alta del virus (y aún la tenemos), esos ambientes son fuente obvia de riesgo y de contagios. Ahí las mascarillas deben seguir siendo obligatorias. Y de momento creo que es muy discutible que el progreso en la vacunación de la población deba modificar esta norma. Por tres razones básicas:

  1. Ignoramos la duración del efecto protector de las vacunas (afortunadamente hay indicios de que podría ser superior al inicialmente esperado, pero ignoramos en qué magnitud y especialmente qué ocurrirá en los sectores de la población de mayor edad y/o más susceptibles por tener un sistema inmunológico más débil).
  2. Ignoramos en qué medida la vacunación parcial de buena parte de la población a nivel mundial puede favorecer la emergencia y dispersión de variantes o cepas más contagiosas, más letales y sobre todo más resistentes al efecto protector de estas vacunas (de hecho, algunos datos sugieren que esto ya está ocurriendo, aunque ignoramos el ritmo al que puede progresar y los efectos sobre dicho ritmo del incremento más o menos rápido de la población vacunada en diferentes zonas).
  3. Las vacunas actualmente disponibles en España han demostrado una altísima eficacia para reducir las formas graves del covid-19 con un perfil riesgo/beneficio excelente en todas ellas (los efectos secundarios graves por todos conocidos han sido excepcionales), y hay fuertes evidencias de que contribuyen a reducir los contagios, pero también hay fuertes evidencias de que no los suprimen. Entre los vacunados puede haber portadores temporales y asintomáticos del virus, mayoritariamente con baja carga viral, pero puntualmente capaces de transmitirlo y generar brotes, particularmente entre personas aún no inmunizadas o con un sistema inmunológico más débil. Nuestros mayores, obviamente y una vez más, en el punto de mira de este virus.

Como conclusión de todo lo expuesto, mi opinión respecto al uso de mascarillas a día de hoy y en nuestro medio la resumo en estos puntos:

  • En espacios abiertos cuando se mantenga la distancia social debe suprimirse ya mismo el uso obligatorio de mascarilla, sin matices ni excepciones.
  • En espacios abiertos donde no se pueda mantener la distancia de seguridad (o pudiendo, no se haga), en transportes públicos y en cualquier espacio cerrado de uso público (o de uso laboral o privado entre no convivientes) debe mantenerse la obligatoriedad del uso de mascarilla excepto al beber o comer. Comiendo o bebiendo será mejor hablar poco o hablar bajo, situarse en zonas bien ventiladas y mantener en lo posible la distancia social.
  • Podría relajarse el uso de la mascarilla en algunas de las circunstancias mencionadas en el segundo punto una vez alcanzado un porcentaje muy elevado de vacunación en la población (70-80%) siempre que eso se esté traduciendo de forma efectiva en una incidencia acumulada de contagios a 14 días muy baja (inferior a 25, aún estamos lejos), que además otros indicadores corroboren mínima circulación del virus entre vacunados asintomáticos (test aleatorios sistemáticos, test domiciliarios de uso sencillo y bajo coste, detección de material vírico en aguas residuales) y que no se estén detectando brotes relacionables con cepas emergentes parcial o totalmente resistentes a las vacunas disponibles.

“Hemos vencido al virus” hasta ahora ha sido simplemente un eslogan. Muy desafortunado en mi opinión. Pero está en nuestra mano que deje de ser solo un eslogan a medio plazo. En este momento ya no es tan difícil, ni exige medidas sociales particularmente restrictivas y económicamente tan dañinas. No depende tanto de lo que hagamos, de dónde lo hagamos, de cuándo lo hagamos o de cuántos lo hagan. Depende, sobre todo, de cómo lo hagamos. Y cuando se deba, y de forma argumentada, lo deberemos hacer con la mascarilla puesta.

En el transcurso de la actual pandemia del covid-19 hemos tenido que tomar decisiones colectivas y personales sumidos en muchas incertidumbres y asentados en pocas evidencias científicas. Era lo esperable ante un problema nuevo. Es muy bonito hablar de la 'medicina basada en la evidencia', pero cuando simplemente aún no hay evidencias de calidad, debemos al menos esforzarnos en que nuestras decisiones se basen en el sentido común. E ir modificando nuestras decisiones en consonancia con las evidencias disponibles.

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