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Qué deberías hacer, ¿comer menos o gastar más?
  1. Más años, más vida
Ángel Durántez

Más años, más vida

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Qué deberías hacer, ¿comer menos o gastar más?

El debate del balance calórico está candente, con sus defensores y detractores. Sin embargo, nos encontramos también con otro aspecto no siempre mencionado dentro de las estrategias para mantener el peso corporal a raya

Foto: Foto: iStock.
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Sin entrar en el debate del balance calórico, lo cierto es que si bien contar calorías puede ser una pésima estrategia para la mayor parte de personas, como contábamos aquí, lo que comemos y lo que gastamos algo tienen que decir. Lógicamente no es el único factor, sabemos que otros como el cuándo (a qué hora del día comemos) también influyen, con relación a nuestros ritmos circadianos. O el tipo de alimentos y cómo afectan a nuestros mecanismos de saciedad (y por tanto a si ingerimos más o menos calorías).

Pero un aspecto del que no se habla tanto es el del flujo de energía. Es decir, ¿es mejor comer menos calorías y moverse poco, o comer más y gastarlas? El lector puede intuir que aquí entra en juego la parte del gasto, esto es, la actividad física diaria. Sin querer hacer un spoiler del final de esta película, veamos qué nos dice la ciencia.

¿Balance calórico o flujo energético?

Debido a las tasas de sedentarismo en el mundo occidental, la mayor parte de la energía que consumimos a diario proviene del gasto que invertimos en las funciones vitales (lo que se denomina gasto o tasa metabólica basal o TMB) y en parte de las actividades diarias, tales como ir y venir al trabajo, el propio trabajo en sí o las tareas del hogar. Este gasto se denomina termogénesis de la actividad sin ejercicio (NEAT por sus siglas en inglés). Los ascensores, medios de transporte o el ocio digital han hecho que, poco a poco, ese gasto asociado al NEAT se reduzca cada vez más.

Frente al concepto del balance de energía (la diferencia entre la que introducimos en el organismo y la que gastamos) nos encontramos con el concepto de flujo de energía: este término tiene en cuenta tanto la energía ingerida como la gastada y también la almacenada. Este modelo predice que es más sencillo alcanzar el equilibrio cuando el flujo de energía es alto. Si no gastamos la energía que adquirimos, la almacenamos, con el resultado de obesidad. En este sentido, un estilo de vida sedentario, con restricción calórica, no parece una estrategia sostenible en el tiempo.

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Volviendo a uno de los componentes del gasto energético, la tasa metabólica basal: se ha comprobado en diferentes estudios cómo aquellos con un mayor flujo energético (los que comían más, pero también hacían más ejercicio y gastaban más) mostraban una mayor tasa metabólica basal. Esto es lógico, ya que se sabe que el músculo es uno de los principales factores que contribuyen a ese gasto y que el tejido graso por el contrario almacena energía, pero prácticamente no la consume.

Y aunque pueda parecer paradójico, es mejor comer 3.000 calorías al día, si luego las gastamos, que quedarnos en 1.500 calorías pero ser unos sedentarios. Uno de los trabajos más reveladores en este sentido es el que desarrollaron Hume y colaboradores siguiendo durante 2 y 3 años a dos muestras de jóvenes y adolescentes, respectivamente. Comprobaron que el mayor predictor de la ganancia de peso corporal en ese periodo de tiempo fue precisamente un bajo flujo de energía frente al exceso de ingesta calórica. Encontraron además que un alto flujo de energía provenía de la acumulación de grasa, en parte por estar asociado a una mayor tasa metabólica basal. Los autores llegan a la conclusión de que aumentar el gasto energético es más efectivo para prevenir la obesidad que la restricción calórica. En otro estudio incluso el grupo que hizo ejercicio y empezó a comer más para evitar la pérdida de peso tuvo mejor respuesta en la sensibilidad a la insulina que el grupo que solo hizo dieta con pérdida de peso

No solo el peso

Pero es que, además del peso corporal, hay otros marcadores de salud que se ven afectados por el flujo energético de forma independiente incluso al peso corporal. Y es que se sabe que la mortalidad por todas las causas en personas mayores disminuye conforme aumenta el nivel de actividad física, de forma independiente al peso corporal. También se han encontrado mejoras en individuos con resistencia a la insulina o en los porcentajes de grasa abdominal y subcutánea cuando estos hacían ejercicio, incluso aunque no perdieran peso o no restringieran las calorías.

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Sabemos que el ejercicio es la mejor polipíldora y que la producción de miokinas (unas sustancias que se segregan en el músculo) tiene efectos beneficiosos a nivel metabólico. También que conforme aumenta el porcentaje de masa muscular y se reduce el de tejido graso, mejoran parámetros como la sensibilidad a la insulina y el control de los niveles de azúcar en sangre. De algún modo, estamos programados para un alto flujo energético. Nuestro organismo espera niveles de actividad física diaria elevados, como los que se observan en algunas poblaciones que aun a día de hoy mantienen un estilo de vida tradicional. O esa percepción tradicional de que antes, cuando el trabajo era manual, no había tanta obesidad.

Dieta y ejercicio, la mejor combinación

Llegados aquí, tal vez el lector se pueda quedar con la idea de que da igual lo que comamos, con tal de gastarlo. Y si bien parece que la parte del gasto energético y de la actividad física es fundamental y clave para mantener un peso corporal y salud adecuados, sin embargo no podemos olvidarnos de la dieta. No hace nada hemos visto publicado un estudio en el que se indica que una mala alimentación puede estar provocando más muertes que el tabaco, a nivel mundial. Por tanto, no olvidemos cuidar una alimentación de calidad además de movernos.

Sin entrar en el debate del balance calórico, lo cierto es que si bien contar calorías puede ser una pésima estrategia para la mayor parte de personas, como contábamos aquí, lo que comemos y lo que gastamos algo tienen que decir. Lógicamente no es el único factor, sabemos que otros como el cuándo (a qué hora del día comemos) también influyen, con relación a nuestros ritmos circadianos. O el tipo de alimentos y cómo afectan a nuestros mecanismos de saciedad (y por tanto a si ingerimos más o menos calorías).

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