Tapita de pulpo
Por
Medinaceli, cruce de sabores
Entre Castilla y Aragón, y no lejos de La Rioja, se encuentra el pueblo de la mezcla de culturas y, por tanto, de gastronomías
Ya está bien de ir con prisas, de vivir como si la vida fuera un lugar de paso, olvidando que lo importante de esa vida no es la meta -justo lo menos apetecible-, sino precisamente el camino. Vale que uses el Ave para un viaje de trabajo, pero ¿qué necesidad tienes de ir acelerado en los viajes de placer por carretera? ¿Por qué no aprovechar las maravillas naturales, culturales y gastronómicas junto a las que pasas fugazmente?
Escribo estos apuntes junto al balcón de una casa del siglo XVII. He dejado una hoja entreabierta para que entre el aire fresco y el canto de los pájaros. Anoche entraba también el rumor de la lluvia. Aunque esta es una ciudad celtíbera, romana, árabe, medieval y renacentista, a lo lejos unos generadores aerodinámicos me recuerdan en qué siglo vivo y una hilera de montañas me recuerda dónde estoy: entre la Cordillera Central y el Sistema Ibérico, la cuenca del Ebro y la del Tajo, entre Castilla y Aragón, no lejos del Señorío de Molina.
"Desde que cerró Pepete, la hospitalidad de Medinaceli ha subido varios enteros: en todos los restaurantes te acogen con cariño"
Estoy en Medinaceli, al sur de Soria, un histórico cruce de culturas “e un lugar muy sabroso para el cuerpo del ome”, decían las crónicas del siglo XIV. El sitio ideal para confirmar la importancia del camino, como Machado, y recordar que todos llevan a Roma. A pocos metros tengo un arco grandioso, con tres vanos, que se ve desde la A2 y se veía desde la vía romana que unía Emérita Augusta con Cesar Augusta. Por aquí ha pasado la historia de este conjunto de emociones que llamamos España. Lo recuerdan ese arco, la puerta árabe, el mosaico de la plaza de San Pedro, la Colegiata, la ermita del Beato Julián de San Agustín, que en Alcalá de Henares ascienden a San Julián, los obeliscos plantados donde antes hubo iglesias y, mucho antes, mezquitas y templos romanos. Aquí enterraron a Almanzor, dicen que “en el cuarto cerrillo”, hacia poniente, aunque también podría estar bajo el convento de las clarisas. A las monjas les mola esta hipótesis.
-Con la de rosarios que le hemos rezado encima seguro que se ha convertido.
El convento lo fundó hace nueve siglos la duquesa de Medinaceli, que puso de abadesa a una tía suya. En aquellos tiempos, los Medinaceli echaban cuenta a su pueblo. Ahora, no tanto. La penúltima duquesa venía cada año a comprar los dulces y las pastas de las monjas, pero los vecinos están mosqueados con la actual, que no pisó el pueblo ni siquiera cuando visitó El Burgo de Osma. No fue su familia, sino la Junta de Castilla y León la que salvó de la ruina el palacio ducal, construido hace cuatro siglos por Juan Gomez de Mora, el arquitecto que diseñó la Plaza Mayor de Madrid. Convertido en museo, alberga mosaicos romanos, pinturas contemporáneas y un claustro perfecto para escuchar música en el festival de verano.
Aquí todo se fundó hace siglos, salvo los restaurantes. Para la historia, el que llevaba en los años 80 Pepete, de áspero carácter:
-¡Aquí quien mea come!-, gritó desaforado a una señora que había entrado al local, urgida por un apretón de vejiga.
La señora se volvió a su coche con la vejiga entre las piernas y se marchó para siempre del pueblo. De nada valió a Pepete correr tras ella cuando lo informaron de su identidad:
-Acabas de echar a la hermana del Rey. Con un par.
Desde que cerró Pepete, la hospitalidad de Medinaceli ha subido varios enteros: en todos los restaurantes te acogen con cariño. En el barrio de abajo, donde vive la mayoría de los vecinos, está el Duque. Si pruebas sus huevos fritos con patatas y trufa, no volverás a pasar de largo. Pero mi propuesta es que no te conformes con una parada, que subas al pueblo, sobre la elevada muela, que pases un par de días, aprovechando la creciente oferta de hoteles y casas rurales, que visites sin prisas sus monumentos y camines de noche por el laberinto empedrado de sus calles, evocando al autor del Cantar del Mío Cid, que si no era de aquí, le andaba cerca. Verás que todas las calles conducen a la inmensa plaza, donde están el Palacio y la Alhóndiga, y una lucecita te guiará hacia el bar El Foro, para tomarte un vino o ese gin-tonic que nos tomamos los ingleses antes de cenar. En una casa vecina verás una placa:
“Medinaceli a su ilustre vecino Dr. D. Francisco Grande Covián, que desde esta casa nos dio el regalo de su sabiduría, humanidad y amistad”.
Recordando al más importante nutricionista español de todos los tiempos (sin él no tendríamos la actual cultura alimentaria ni existirían publicaciones tan saludables como Alimente) pensarás:
-En el pueblo de Grande Covián no se puede comer mal.
"De Bavieca, los platos más pegados a la tierra son los más afortunados. Su cocina es auténtica, como toda la que se hace aquí"
Cierto. Este cruce de culturas es también un rico cruce de sabores. Hay tres o cuatro restaurantes abiertos todo el año y en todos podrás asomarte a los grandes productos de la cercana ribera del Ebro, de la vecina comunidad de La Rioja y de Soria, claro: trufas, boletus, mantequilla, que alcanza su máxima expresión en el milhojas... Añade el cerdo, el bacalao (ahí están los secaderos de Agreda), los ríos trucheros, la caza. Te harás una idea precisa de lo que vas a encontrar en estas mesas.
Las del Aljibe, sin ir más lejos. Un local con una atmósfera y una cocina especialmente amables, que dirige José Soriano, Cheles, con su mujer, María del Mar. Cheles es directo responsable de una carta de vinos tan poco pretenciosa como eficaz; el más caro es un Emilio Moro de 28 euros, los demás están por debajo de los 20: Pétalos, Enate, Dominio de Tauta, Camino Soria... Isabel, la cocinera, tiene muy buena mano para la caza, las carnes a la brasa y el lechazo. El potaje de vigilia tiene tanto éxito que lo mantienen en la carta todo el año. Muy populares también las alcachofas con huevo frito y foie, o el sobre de calabacín con puerro, gambas y salsa de piña. El monumental milhojas viene de una pastelería de Arcos del Jalón, Sucesores de López Sierra, que endulza la vida de la comarca desde 1840.
A unos pasos está el Mar Pon, bar de toda la vida, y un poco más allá el restaurante Bavieca. Lo lleva Mario, que iba para ingeniero industrial pero se vino a Medinaceli por amor y primero trabajó en el obrador de su suegro, Panadería De Diego. De su carta, los platos más pegados a la tierra (sopa castellana. migas, cochinillo frito...) son los más afortunados. Su cocina es auténtica, como toda la que se hace aquí.
Ya está bien de ir con prisas, de vivir como si la vida fuera un lugar de paso, olvidando que lo importante de esa vida no es la meta -justo lo menos apetecible-, sino precisamente el camino. Vale que uses el Ave para un viaje de trabajo, pero ¿qué necesidad tienes de ir acelerado en los viajes de placer por carretera? ¿Por qué no aprovechar las maravillas naturales, culturales y gastronómicas junto a las que pasas fugazmente?
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